En su reciente Informe de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador volvió a destacar el combate a la corrupción como una prioridad para su administración. Tiene buenas razones para hacerlo, la corrupción es la raíz de los principales problemas que enfrentan los mexicanos cotidianamente: servicios públicos deficientes, violencia sin precedentes y desigualdad severa. Y las cosas no están mejorando.

En México, la corrupción es vista como una crisis que requiere de una estricta observación y cumplimiento de regulaciones y de instituciones fuertes que las defiendan. El desafío es que si estas leyes y organizaciones no corresponden con la realidad y las relaciones e incentivos que existen dentro de la sociedad -o, peor aún, se corrompen ellos mismos- se convierten en parte del problema.

Sin embargo, centrar la narrativa en “nombrar y avergonzar” ha mostrado que erosiona la esperanza necesaria para apoyar el cambio. La lección más importante que hemos aprendido alrededor del mundo es repensar el esfuerzo anticorrupción, comenzando no con el problema sino con la solución, enfocarnos menos en los marcos legales y más en los valores y la integridad como una forma de cambiar las normas dentro de la sociedad.

En países como Pakistán, Sudáfrica y Nigeria, hemos encontrado que este tipo de enfoques funcionan y de hecho ya lo empezamos en México, con el lanzamiento de nuestra campaña Integrity Icon que consiste en una nominación ciudadana del servidor público más honesto y entregado que conocieran en la CDMX. La respuesta fue muy positiva, con la propuesta de candidatos sobresalientes de todos los rincones de la ciudad.

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